Del significante en lo real y del milagro del alarido. Clase 10. Seminario 3. Jacques Lacan

El Significante en lo real.

(En la clase anterior) … estaba sencillamente recalcando que este hombre, para quien la experiencia de Dios es por entero discurso, se hacía preguntas a propósito de lo que está en el engarce entre el símbolo y lo real, es decir, a propósito de lo que introduce en lo real la oposición simbólica. … Acaso he debido precisar que lo notable era que precisamente eso cautivara la mente del paciente.

(En la clase anterior) … Por mi parte, indiqué la sensibilidad del sujeto, en su parte razonarte, respecto a la diferencia que hay entre el lenguaje como simbólico y su diálogo interior permanente; o más exactamente ese balanceo donde se interroga o se responde a sí mismo un discurso que es vivido por el sujeto como ajeno, y como manifestándole una presencia.

A partir de la experiencia que nos comunica, se generó en él una creencia en Dios para la que nada lo preparaba. El asunto era para él percibir qué orden de realidad podía responder de esa presencia que cubre una parte del universo, y no todo, porque la potencia divina nada conoce del hombre.

Nada de su interior, de su sentimiento de la vida, de su vida misma, le es comprensible a Dios, …

Ahora bien, el personaje harto razonarte que es Schreber, confrontado a una experiencia que tiene para él todos los visos de una realidad, y donde percibe el peso propio de la presencia indiscutible de un dios del lenguaje, se detiene, para evocar los límites de su potencia, en un ejemplo donde lo que está en juego es un manejo humano, artificial, del lenguaje.

Lo que nos interesa es que Schreber distingue dos planos para él muy diferentes del uso del lenguaje.

Esta distinción sólo puede adquirir todo su valor para nosotros desde la perspectiva en que admitimos el carácter radicalmente primero de la oposición simbólica del más y del menos, mientras que sólo se distinguen por su oposición, aun cuando un soporte material les sea necesario.

¿Por qué estamos tan interesados en la cuestión del delirio?

Tenemos, a cada instante, que volver a preguntarnos por qué estarnos tan interesados en la cuestión del delirio.

¿Hay acaso ejemplo más impactante que la obra de este presidente Schreber que nos brinda una exposición tan sensible, tan atractiva? ¿tan tolerante, de su concepción del mundo y de sus experiencias, y que manifiesta con igual energía asertiva el modo inadmisible de sus experiencias alucinatorias?

El hecho psiquiátrico primero, gracias al cual el debutante se Inicia en la existencia misma de la locura en su esencia tal conduce a abandonar toda esperanza toda esperanza de cura por ese rodeo.

Por eso mismo, hasta la llegada del psicoanálisis siempre fue así cualquiera sea la fuerza más o menos misteriosa a la que se recurriese, afectividad, imaginación, cenestesia, para explicar esta resistencia a toda reducción razonante de un delirio que se presenta sin embargo como plenamente articulado, y accesible en apariencia a las leyes de coherencia del discurso.

El psicoanálisis aporta, en cambio, una confirmación singular al delirio del psicótico, porque lo legitima en el mismo plano en que la experiencia analítica opera habitualmente, y reconoce en sus discursos lo que descubre habitualmente como discurso del inconsciente. No aporta sin embargo el éxito en la experiencia.

Este discurso, que emergió en el yo, se revela—por articulado que sea, y podría admitirse incluso que está invertido en su mayor parte, puesto en el paréntesis de la Negación —Verneinung—irreductible, no manejable, no curable.

En suma, podría decirse, el psicótico es un mártir del inconsciente, dando al término mártir su sentido: ser testigo. Se trata de un testimonio abierto.

El neurótico también es un testigo de la existencia del inconsciente, da un testimonio encubierto que hay que descifrar. El psicótico, en el sentido en que es, en una primera aproximación, testigo abierto, parece fijado, inmovilizado, en una posición que lo deja incapacitado para restaurar auténticamente el sentido de aquello de lo que da fe, y de compartirlo en el discurso de los otros.

Diferencia entre discurso abierto y discurso cerrado.

Intentaré hacerles ver qué diferencia hay entre discurso abierto y discurso cerrado a partir de una homología, y verán que hay en el mundo normal del discurso cierta disimetría y que ya esboza la que está en juego en la oposición de la neurosis con la psicosis.

Vivimos en una sociedad donde no está reconocida la esclavitud. Para la mirada de todo sociólogo o filósofo, es claro que no por ello esta abolida…  Incluso es objeto de reivindicaciones bastante notorias. Está claro también, que, si la servidumbre no está abolida, se puede decir que está generalizada.

La relación de aquellos a los que llamamos explotadores no deja de ser una relación de servidumbre respecto al conjunto de la economía, al igual que la del común. Así, la duplicidad amo-esclavo está generalizada en el interior de cada participante de nuestra sociedad, al igual que la del común.

La servidumbre intrínseca de la conciencia en este estado desdichado debe relacionarse con el discurso que provocó esta profunda transformación social. Podemos llamar a ese discurso el mensaje de fraternidad. Se trata de algo nuevo, que no sólo apareció en el mundo con el cristianismo, puesto que ya estaba preparado por el estoicismo, por ejemplo.

Resumiendo, tras la servidumbre generalizada, hay un mensaje secreto, un mensaje de liberación, que subsiste de algún modo en estado reprimido.

¿Ocurre lo mismo con lo que llamaremos el discurso patente de la libertad? De ningún modo.

Hace algún tiempo se cayó en cuenta de una falta de acuerdo entre el hecho puro y simple de la revuelta y la eficacia transformadora de la acción social.

Diré incluso que toda la revolución moderna se instituyo en base a esta distinción, y a la noción de que el discurso de la libertad era, por definición, no sólo ineficaz, sino profundamente alienado (ajeno) en relación a su meta y a su objeto, que todo lo demostrativo que se vincula con él es, hablando estrictamente, enemigo de todo progreso en el sentido de la libertad, mientras que ella puede tender a animar algún movimiento continuo en la sociedad.

Persiste sin embargo el hecho de que ese discurso de la libertad se articula en el fondo de cada quien representando cierto derecho del individuo a la autonomía.

Un campo parece indispensable para la respiración mental del hombre moderno, aquel en que afirma su independencia en relación, no sólo a todo amo, sino también a todo dios, el campo de su autonomía irreductible como individuo, como existencia individual. Esto realmente es algo que merece compararse punto por punto con un discurso delirante. Lo es. No deja de tener que ver con la presencia del individuo moderno en el mundo, y en sus relaciones con sus semejantes.

Seguramente, si les pidiese que formularán, que dieran cuenta de la cuota exacta de libertad imprescriptible en el estado actual de cosas, e incluso si me respondieran con los derechos del hombre, o con el derecho a la felicidad, o con mil otras cosas, al poco andar nos percataríamos de que es en cada uno un discurso íntimo, personal, y que para nada coincide en algún punto con el discurso del vecino.

Resumiendo, me parece indiscutible la existencia en el individuo moderno de un discurso permanente de la libertad.

¿Cómo puede este discurso ponerse de acuerdo no sólo con el discurso del otro, sino con la conducta del otro, por poco que tienda a fundarla esquemáticamente en este discurso? Es un problema verdaderamente descorazonador.

Y los hechos muestran que hay, a cada instante… más bien abandono resignado a la realidad.

De igual manera, nuestro delirante, Schreber, luego de haber creído ser el sobreviviente único del crepúsculo del mundo, se resigna a reconocer la existencia permanente de la realidad exterior.

No puede justificar muy bien porque la realidad está ahí, pero debe reconocer que lo real efectivamente siempre está allí que nada ha cambiado notablemente.

Obviamente, nosotros confiamos mucho menos en el discurso de la libertad, pero en cuanto se trata de actuar, y en particular en nombre de la libertad, nuestra actitud ante lo que hay que soportar de la realidad, o de la imposibilidad de actuar en común en el sentido de esa libertad, tiene cabalmente el carácter de un abandono resignado, de una renuncia a lo que sin embargo es una parte esencial de nuestro discurso interior, es decir que tenemos, no sólo ciertos derechos imprescriptibles, sino que esos derechos están fundados en ciertas libertades primordiales, exigibles en nuestra cultura para todo ser humano.

Todos se plantean a cada momento problemas que tienen estrechas relaciones con esas nociones de liberación interior y de manifestación de algo que uno tiene incluido en sí. Desde este punto de vista, se llega rápidamente a un impasse, dado que todo tipo de realidad viviente inmersa en el espíritu del área cultural del mundo moderno, en lo esencial, da vueltas sobre lo mismo.

Por eso volvemos siempre al carácter obtuso, vacilante, de nuestra acción personal, y sólo empezamos a considerar que el problema es confuso a partir del momento en que verdaderamente tomamos las cosas en mano como pensadores, cosa que no le ocurre a cualquiera.

Todos permanecemos a nivel de una contradicción insoluble entre un discurso, siempre necesario en cierto plano, y una realidad, a la cual, a la vez en principio y de una manera probada por la experiencia, no se acomoda.

¿No vemos acaso que la experiencia analítica está profundamente vinculada a ese doble discursivo del sujeto, tan discordante e irrisorio, que es su yo? ¿El yo de todo hombre moderno?

¿No es manifiesto que la experiencia analítica se entabló a partir del hecho de que a fin de cuentas, nadie, en el estado actual de las relaciones interhumanas en nuestra cultura, se siente cómodo?

Esta actitud, cuya pertinencia puede notar cada quien cada vez que no renuncia a sí mismo para representar un personaje, y que no hace de moralista o de omnisciente, es también la primera condición que cabe exigir de lo que podemos llamar un psicoterapeuta: la psicoterapéutica debe haberle enseñado los riesgos de iniciativas tan aventuradas.

El análisis partió precisamente de una renuncia a toda toma de partido en el plano del discurso común… partió  precisamente de la evitación  de la evitación de ese plano.

Se atiene a un discurso diferente, inscrito en el sufrimiento mismo del ser que tenemos frente a nosotros, ya articulado en algo que le escapa, sus síntomas y su estructura;…

El psicoanálisis nunca se coloca en el plano del discurso de la libertad, aunque este esté siempre presente, sea constante en el interior de cada quien, con sus contradicciónes y sus discordancias, personal a la vez que común, y siempre, imperceptiblemente o no, delirante. El psicoanálisis pone la mira sobre el efecto del discurso en el interior del sujeto, en otro lugar.

En consecuencia, la experiencia de un caso como el de Schreber  (o de cualquier otro enfermo que nos diese un informe tan extenso sobre la estructura discursiva) ¿no es susceptible de permitir una aproximación más cercana a lo que significa verdaderamente el yo?

El yo no se reduce a una función de síntesis. Está ligado indisolublemente a esa especie de bienes maleables, de parte enigmática necesaria e insostenible, que constituye en parte el discurso del hombre real,  a quien tratamos en nuestra experiencia, ese discurso ajeno en el seno de cada quien mientras  se concibe como individuo autónomo.

El discurso de Schreber tiene ciertamente una estructura diferente. Schreber señala al inicio de uno de sus capítulos muy humorísticamente: Dicen que soy un paranoico.

Vemos también al presidente Schreber indignarse enérgicamente de que la voz intervenga para decirle que está involucrado en lo que está diciendo. Por supuesto, estamos en un juego de espejismos, pero no es un espejismo ordinario, ese Otro considerado como radicalmente ajeno, como errante, que interviene para provocar una convergencia en el sujeto…   una intencionalización del mundo exterior, que el sujeto mismo, en tanto se afirma como yo (je), rechaza con gran energía.

Hablamos de alucinaciones…  Según la noción comúnmente aceptada, para la cual es una percepción falsa, se trata de algo que surge en el mundo externo, y que se impone como percepción, un trastorno, una ruptura en el texto de lo real.

En otros términos, la alucinación está situada en lo real.  La cuestión previa está en saber si una alucinación verbal no exige cierto análisis de principio que interrogue la legitimidad misma de esta definición.

Tengo que retornar un camino en el que ya los fastidié un poco, recordándoles los fundamentos mismos del orden del discurso, y refutando su establecimiento de superestructura, su relación de pura y simple referencia a la realidad, su carácter de signo, y la equivalencia que habría entre la nominación y el mundo de los objetos. Intentemos retomar la pregunta desde un ángulo más cercano a la experiencia.

Nada es tan ambiguo como la alucinación verbal. Los análisis clásicos dejan ya entrever, al menos en algunos casos, la parte de creación del sujeto. (Es lo que se llamó la alucinación verbal psicomotriz) y los esbozos de articulación observados fueron recogidos con alegría porque traían la esperanza de una explicación racional satisfactoria del fenómeno de la alucinación.

Este problema merece ser abordado a partir de la relación de la boca al oído, que no sólo existe de sujeto a sujeto, sino también para cada sujeto quien a la par que habla, se escucha a sí mismo.

Cuando uno ha llegado hasta este punto, cree que ya ha dado un paso y que puede vislumbrar muchas cosas. A decir verdad, la llamativa esterilidad del análisis del problema de la alucinación verbal, se debe al hecho de que este señalamiento es insuficiente. Que el sujeto escucha lo que dice, es precisamente algo a lo cual conviene no prestarle atención, para volver a la experiencia de lo que sucede cuando escucha al otro.

¿Qué ocurre si atienden solamente a la articulación de lo que escuchan, al acento, o bien a las expresiones dialectales, a cualquier cosa que en el registro del discurso de vuestro interlocutor sea literal?…

En un discurso, lo que uno comprende es distinto de lo que se percibe acústicamente…. La frase sólo cobra vida a partir del momento en que presenta una significación.

¿Qué quiere decir esto? Si estamos verdaderamente convencidos de que la significación siempre se relaciona con algo, que solo vale mientras remite a otra significación.

Es claro que la vida de una frase está vinculada profundamente al hecho siguiente: que el sujeto oye, que se destina esa significación.

Lo que distingue a la frase mientras que es comprendida de la frase que no lo es, cosa que no le impide ser escuchada, es precisamente lo que la fenomenología del caso delirante destaca tan bien, es decir la anticipación de la significación.

Por su índole propia la significación, mientras que se dibuja, tiende a cada instante a cerrarse para quien la escucha. Dicho de otro modo, el oyente del discurso participa en forma permanente en relación a su emisor, y hay un vínculo entre oír y hablar que no es externo, en el sentido de que uno se escucha hablar, sino que se sitúa a nivel del fenómeno mismo de lenguaje. Es al nivel en que el significante arrastra la significación, y no el nivel sensorial del fenómeno, donde oir y hablar con como el derecho y el revés.

Resumamos: El sentido va siempre hacia algo, hacia otra significación hacia la clausura de la significación, remite siempre a algo que está delante o que retorna sobre sí mismo. Pero hay una dirección. ¿Quiere esto decir que no tenemos punto de parada?

Estoy seguro que sobre este punto hay una incertidumbre permanente en sus mentes dada la insistencia con la que digo que la significación remite siempre a la significación.

Se preguntan si a fin de cuentas el objetivo del discurso, (que no es sencillamente recubrir, ni siquiera encubrir el mundo de las cosas, sino tomar apoyo en el de vez en cuando), no se nos perdería irremediablemente.

Ahora bien, no podemos de ninguna manera considerar como su punto de parada fundamental la indicación de la cosa. Hay una no equivalencia completa del discurso con indicación alguna. Por educido que supongan el elemento ultimo del discurso, nunca podrán sustituirlo por el índice.

Hay una propiedad original del discurso con respecto a la indicación. Pero no es allí donde encontramos la referencia fundamental del discurso. ¿Buscamos dónde se detiene? Pues bien, siempre a nivel de ese término problemático que se llama el ser.

No quisiera hacer aquí un discurso demasiado filosófico, sino mostrarles por ejemplo qué quiero decir cuando digo que el discurso apunta esencialmente a algo para lo cual no tenemos otro termino más que el de ser.

El Ser.

… esto deja intacta la cuestión de saber qué relación mantiene con su formulación verbal ese orden de ser, que realmente tiene su existencia, equivalente a toda suerte de otras existencias en nuestra vivencia, y que se llama la paz del atardecer.

Cuando precisamente no estamos a su escucha, cuando está fuera de nuestro campo, súbitamente nos cae encima, y adquiere todo su valor, sorprendidos como estamos por esa formulación más o menos interior, más o menos inspirada, que nos llega como un murmullo del exterior, manifestación del discurso en tanto que apenas nos pertenece, que hace eco a todo lo que de golpe tiene para nosotros de significante esa presencia, articulación que no sabemos si viene de fuera o de dentro: la paz del atardecer.

El significante.

Sin resolver en su esencia la cuestión de lo tocante a la relación del significante—en cuanto significante de lenguaje— con algo que sin él nunca sería nombrado, es notable que mientras menos lo articulamos, mientras menos hablamos, más nos habla. Cuanto más ajenos somos a lo que está en juego en ese ser, más tiende este a presentársenos, acompañado de esa formulación pacificadora que se presenta como indeterminada, en el límite del campo de nuestra autonomía motriz y de ese algo que nos es dicho desde el exterior, de aquello por lo cual, en el límite, el mundo nos habla.

¿Qué quiere decir ese ser, o no, del lenguaje que es la paz del atardecer? En la medida en que no la esperamos, ni la anhelamos, ni siquiera pensamos desde hace mucho en ella, se nos presenta esencialmente como un significante.

Ninguna construcción experimentalista puede justificar su existencia, hay ahí un dato, una manera de tomar ese momento del atardecer como significante, y podemos estar abiertos o cerrados a él.

Lo recibimos precisamente en la medida en que estábamos cerrados a él, con ese singular fenómeno de eco, o al menos su esbozo, que consiste en la aparición de lo que, en el límite de nuestra captación por el fenómeno, se formulara para nosotros comúnmente con estas palabras, la paz del atardecer. Llegamos ahora al límite donde el discurso desemboca en algo más allá de la significación, sobre el significante en lo real. Nunca sabremos, en la perfecta ambigüedad en que subsiste, lo que debe a la relación con el discurso.

Ven que cuanto más nos sorprende ese significante, (es decir en principio nos escapa), más se presenta como una franja, más o menos adecuada, de fenómeno de discurso.

Pues bien, se trata para nosotros, (es la hipótesis de trabajo que propongo), de buscar que hay en el centro de la experiencia del presidente Schreber, qué siente sin saberlo, en el borde del campo de su experiencia, que es franja, arrastrado como esta por la espuma que provoca ese significante que no percibe en su esencia, pero que en su límite organiza todos estos fenómenos.

Les dije la vez pasada que la continuidad de ese discurso perpetuo es vivida por el sujeto, no sólo como una puesta a prueba de sus capacidades de discurso, sino como un desafío y una exigencia fuera de la cual se siente súbitamente presa de una ruptura con la única presencia en el mundo que aún existe en el momento de su delirio, la de ese Otro completo, ese interlocutor que ha vaciado el universo de toda presencia auténtica. ¿En qué se apoya la voluptuosidad inefable, tonalidad fundamental de la vida del sujeto, que se liga a este discurso?

En esta observación particularmente vivida, y de una inquebrantable vinculación con la verdad, Schreber anota qué sucede cuando ese discurso, al que está suspendido dolorosamente, se detiene.

Se producen fenómenos que difieren de los del discurso continuo interior, enlentecimientos, suspensiones, interrupciones a las que el sujeto se ve obligado a aportar un complemento.

La retirada del Dios ambigüo y doble del que se trata, que habitualmente se presenta bajo su forma llamada interior, se acompaña para el sujeto de sensaciones muy dolorosas, pero sobre todo de cuatro connotaciones que son del orden del lenguaje:

En primer lugar, tenemos lo que él llama el milagro del alarido. Le resulta imposible no dejar escapar un grito prolongado, que lo sorprende con tal brutalidad que el mismo señala que, si en ese momento tiene algo en la boca, puede hacérselo escupir.

Es necesario que se contenga para que esto no se produzca en público, y está lejos de lograrlo siempre. Fenómeno bastante llamativo, si vemos en ese grito, el borde más extremo, más reducido, de la participación motora de la boca en la palabra. Si hay algo mediante lo cual la palabra  llega a combinarse con una función vocal completamente a-significante, y que empero contiene todos los significantes posibles, es precisamente lo que nos estremece en el alarido del perro ante la luna.

En segundo lugar, está el llamado de socorro.

Este fenómeno de llamado de socorro es algo distinto al alarido. El alarido no es sino puro significante, mientras que el pedido de ayuda tiene una significación, por elemental que sea.

En tercer lugar, ruidos del exterior.

Los hay de cosa clase,  cualesquiera sean, algo que pasa en el corredor del sanatorio, o un ruido de afuera, un aullido, un relincho que son, dice, milagros hechos expresamente para él. Siempre es algo que tiene un sentido humano.

Entre una significación evanescente que es la del alarido, y la emisión obtenida del llamado de socorro —que según él no es el suyo, ya que lo sorprende desde el exterior—, observamos toda una gama de fenómenos que se caracterizan por un estallido de la significación. Schreber sabe bien que son ruidos reales, que suele escuchar a su alrededor, pero tiene la convicción de que no se producen en ese momento por azar, sino para él,…

En cuarto lugar, los otros milagros,  para los que construye toda una teoría de la creación divina, consisten en el llamado de cierto número de seres vivientes, que son en general pájaros cantores (que deben ser distinguidos de los pájaros hablantes que forman parte del entorno divino—que ve en el jardín, y también insectos, de especies conocidas—el sujeto tuvo un bisabuelo entomólogo) creados especialmente para el por la omnipotencia de la palabra divina.

Así, entre estos dos polos, el milagro del alarido y el llamado de socorro, se produce una transición donde pueden verse las huellas del pasaje del sujeto, absorbido en un vínculo indiscutiblemente erotizado. Las connotaciones están presentes: es una relación femenino-masculina.

El fenómeno fundamental del delirio de Schreber se estabilizo en un campo absurdo, insensato, de significaciones erotizadas. Con el tiempo, el sujeto terminó por neutralizar extremadamente el ejercicio al que se sometió, que consiste en colmar las frases interrumpidas….

Lo que signa a la alucinación es ese sentimiento particular del sujeto, en el límite entre sentimiento de realidad y sentimiento de irrealidad, sentimiento de nacimiento cercano, de novedad, y no cualquiera, novedad a su servicio que hace irrupción en el mundo externo.

Esto pertenece a otro orden que lo que aparece en relación con la significación o la significancia. Se trata verdaderamente de una realidad creada, que se manifiesta, aunque parezca imposible, en el seno de la realidad como algo nuevo. La alucinación en tanto que invención de la realidad constituye el soporte de lo que el sujeto experimenta.

Pienso haberles hecho captar hoy el esquema que intenté presentarles, con todo lo que entraña de problemático.

Intenté hacerles entrever que en Schreber se trata de algo que está siempre a punto de sorprenderlo, que nunca se descubre, pero que se sitúa en el orden de sus relaciones con el lenguaje, de esos fenómenos de lenguaje a los que el sujeto permanece ligado por una compulsión muy especial, que constituyen el centro en que al fin culmina la resolución de su delirio.

Hay aquí una topología subjetiva, que reposa enteramente en lo siguiente, que el análisis nos brinda: que puede haber un significante inconsciente. Se trata de saber cómo ese significante inconsciente se sitúa en la psicosis.

Parece realmente exterior al sujeto, pero es una exterioridad distinta de la que se evoca cuando nos presentan la alucinación y el delirio como una perturbación de la realidad, ya que el sujeto está vinculado a ella por una fijación erótica.

Tenemos que concebir aquí al espacio hablante en cuanto tal, tal que el sujeto no puede prescindir de él sin una transición dramática donde aparecen fenómenos alucinatorios, es decir donde la realidad misma se presenta como afectada, como significante también.

Esta noción topográfica va en el sentido de la pregunta ya formulada sobre la diferencia entre la Rechazo y la Represión en lo tocante a su localización subjetiva. Lo que intenté hacerles comprender hoy constituye una primera aproximación a esta oposición.

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