La disolución imaginaria. Clase 7 Seminario 3 Jacques Lacan

Dora y su cuadrilátero… Lo que se llama el padre. La fragmentación de la identidad.

El texto de Freud sobre el presidente Schreber.

Daniel Paul Schreber

Es un texto absolutamente extraordinario, pero que sólo procura la vía del enigma. Toda la explicación que da del delirio confluye, en efecto, en esa noción de narcisismo, que no es ciertamente para Freud algo aclarado, al menos en la época en que escribe sobre Schreber

El narcisismo.

Hoy en día, se asume el narcisismo como si fuese algo comprensible de suyo: antes de dirigirse hacia los objetos externos, hay una etapa donde el sujeto toma su propio cuerpo como objeto.

En efecto, ésta es una dimensión donde el término narcisismo adquiere su sentido. ¿Pero, significa acaso que el término narcisismo se emplea únicamente en este sentido? La autobiografía del presidente Schreber tal como Freud la introduce para apoyar esta noción muestra, sin embargo, que lo que repugnaba al narcisismo del susodicho Presidente, era la adopción de una posición femenina respecto a su padre, posición que implicaba la castración.

Esto es algo que se satisfaría mejor en una relación fundada en el delirio de grandeza, o sea que la castración no le importa a partir del momento en que su pareja es Dios.

En suma, el esquema de Freud podría resumirse así, de acuerdo con las fórmulas que propone de la paranoia en ese mismo texto: yo (je) no lo amo a él, es a Dios a quien yo (je) amo e, inversamente, es Dios quien me ama.

Ya les señalé la vez pasada que, después de todo, quizás esto no es completamente satisfactorio, como tampoco lo son las fórmulas de Freud, por esclarecedoras que sean. La doble inversión, yo (je) no lo amo, yo (je) lo odio, él me odia, proporciona indudablemente una clave del mecanismo de persecución. Todo el problema es ese él (el –él-  de la segunda inversión) ; en efecto, ese él está detenido, neutralizado, vaciado, parece, de su subjetividad. El fenómeno persecutorio adquiere el carácter de signos indefinidamente repetidos, y el perseguidor, en la medida en que es su sostén, no es más que la sombra del objeto persecutorio. Esto también es cierto para el Dios en juego en el florecimiento del delirio de Schreber.

Señalé al pasar la distancia que hay, tan evidente que es casi ridículo mencionarla, entre la relación del presidente Schreber con Dios, y la más ínfima producción de la experiencia mística. Por minuciosa que sea, la descripción de esa pareja única llamada Dios nos deja de todos modos perplejos acerca de su naturaleza.

Lo dicho por Freud sobre el retraimiento de la libido lejos del objeto externo, está realmente en el meollo del problema. Pero a nosotros nos toca elaborar lo que esto puede significar. ¿En qué plano se produce ese retiro? Sentimos efectivamente que algo modificó profundamente al objeto, pero;
¿basta imputárselo a uno de esos desplazamientos de la libido que colocamos en el fondo de los mecanismos de las neurosis?
¿Cuáles son los planos, los registros, que permitirán delimitar esas modificaciones del carácter del otro que siempre están, lo sentimos claramente, en el fondo de la alienación de la locura?

El caso Dora.

Voy a permitirme aquí volver brevemente hacia atrae, para intentar hacerles ver con una mirada nueva ciertos aspectos de fenómenos que ya les son familiares. Tomemos un caso que no es una psicosis, el caso casi inaugural de la experiencia propiamente psicoanalítica elaborado por Freud, el de Dora.

Dora es una histérica, y en cuanto tal tiene relaciones singulares con el objeto… persiste la ambigüedad en torno al problema de saber cuál es verdaderamente su objeto de amor. Freud finalmente vio su error, y dice que sin duda hizo fracasar todo el asunto por haber desconocido el verdadero objeto de amor de Dora, cortándose prematuramente la cura, sin permitir una resolución suficiente de lo que estaba en juego.

Saben que Freud creyó entrever en ella una relación conflictiva debida a su imposibilidad de desprenderse de su primer objeto de amor, su padre, para ir hacia un objeto más normal, a saber, otro hombre.

Ahora bien, el objeto para Dora no era sino esa mujer a la que se llama, en la observación, la señora K, que es precisamente la amante de su padre.

Pero a partir del momento en que la situación se descompensa, ella reivindica, afirma que su padre quiere prostituirla, y que la entrega al señor K. a cambio de mantener sus relaciones ambiguas con la mujer de este.

Dora experimenta respecto a su padre un fenómeno signiticativo, interpretativo, alucinatorio incluso, pero que no llega a producir un delirio No obstante, es un fenómeno que está en la vía inefable, intuitiva, de la imputación a otro de hostilidad y mala intención, y a propósito de una situación en la que el sujeto participó, verdaderamente, del modo electivo más profundo.

¿Qué quiere decir esto? El nivel de alteridad de este personaje se modifica, y la situación se degrada debido a la ausencia de uno de los componentes del cuadrilátero que le permitía sostenerse. Podemos usar aquí, si sabemos manejarla con prudencia, la noción de distanciamiento….

Esto nos lleva a la medula del problema del narcisismo.

¿Qué noción podemos tener del narcisismo a partir de nuestro trabajo?

Consideramos la relación del narcisismo como la relación imaginaria central para la relación interhumana.

¿Qué hizo cristalizar en torno a esta noción –el narcisismo– la experiencia del analista? Ante todo su ambigüedad.

En efecto, es una relación erótica—toda identificación erótica, toda captura del otro por la imagen en una relación de cautivación erótica, se hace a través de la relación narcisista—y también es la base de la tensión agresiva.

A partir del momento en que la noción de narcisismo entro en la teoría analítica, la nota de la agresividad ocupo cada vez más el centro de las preocupaciones técnicas. Su elaboración, empero, ha sido básica. Se trata de ir más allá.

El estadio del espejo.

Para eso exactamente sirve el estadio del espejo.  Evidencia la naturaleza de esta relación agresiva y lo que significa. Si la relación agresiva interviene en esa formación que se llama el yo, es porque le es constituyente.

Existe una dualidad interna al sujeto, en ella el yo es desde el inicio por sí mismo otro. El yo es ese amo que el sujeto encuentra en el otro y que se instala en su función de dominio en lo más íntimo de el mismo.

Si en toda relación con el otro, incluso erótica, hay un eco de esa relación de exclusión: él o yo, es porque en el plano imaginario el sujeto humano hay un yo que siempre en parte le es ajeno, constituido de modo tal que el otro está siempre a punto de retornar a su lugar de dominio en relación a él. Amo implantado en él por encima del conjunto de sus tendencias, de sus comportamientos, de sus instintos, de sus pulsiones.

No hago más que expresar aquí, de un modo algo más riguroso y que pone en evidencia la paradoja, el hecho de que hay conflictos entre las pulsiones y el yo, y de que es necesario elegir.

Adopta algunas, otras no; es lo que llaman, no se sabe por qué, la función de síntesis del yo, cuando al contrario la síntesis nunca se realiza: sería mejor decir función de dominio del yo. ¿Y dónde está ese amo? ¿Adentro o afuera? Está siempre a la vez adentro y afuera, por esto todo equilibrio puramente imaginario con el otro siempre está marcado por una inestabilidad fundamental.

Importancia para el hombre de su imagen espejular.

Esta imagen es funcionalmente esencial en el hombre, en tanto le brinda el complemento ortopédico de la insuficiencia nativa, del desconcierto, o desacuerdo constitutivo, vinculados a la prematuración del nacimiento.

Su unificación nunca será completa porque se hace precisamente por una vía alienante, bajo la forma de una imagen ajena, que constituye una función psíquica original. La tensión agresiva de ese yo o el otro está integrada absolutamente a todo tipo de funcionamiento imaginario en el hombre.

Carácter imaginario del comportamiento humano.

Intentemos representarnos qué consecuencias implica el carácter imaginario del comportamiento humano… Reducido enteramente en sus relaciones  con sus semejantes a esa captura (espejular)

Muestra que la ambigüedad, la hiancia de la relación imaginaria exige algo que mantenga relación, función y distancia. Es el sentido mismo del complejo de Edipo.

La relación imaginaria es  conflictual, incestuosa en sí misma, está sujeta o agarrada al complejo de Edipo.

Para que el ser humano pueda establecer la relación más natural, la del macho a la hembra, es necesario que intervenga un tercero, que sea la imagen de algo logrado, el modelo de una armonía.

No es decir suficiente: hace falta una ley, una cadena, un orden simbólico, la intervención del orden de la palabra, es decir del padre. No del padre natural, sino de lo que se llama el padre. El orden que impide la colisión y el estallido de la situación en su conjunto está fundado en la existencia de ese nombre del padre.

Insisto: el orden simbólico debe ser concebido como algo superpuesto, y sin lo cual no habría vida animal posible para ese sujeto estrambótico que es el hombre… Antes que nada es necesario que todo un orden simbólico haya sido instaurado.

Si no se dan cuenta que la originalidad de Freud es haber subrayado esto, me pregunto qué hacen ustedes en el análisis. Sólo a partir del momento en que se ha subrayado bien que ese es el resorte esencial, un texto como el que tenemos que leer puede llegar a ser interesante.

El orden simbólico subsiste en su esencia fuera del sujeto, diferente a su existencia, y determinándolo. Sólo se fija uno en las cosas cuando las considera posibles.

La larga y notable observación que constituyen las Memorias de Schreber es sin duda excepcional, pero no ciertamente única. Sólo lo es probablemente debido al hecho de que el presidente Schreber estaba en condiciones de hacer publicar su libro, aunque censurado; también al hecho de que Freud se haya interesado en él.

Ahora que tienen en mente la función de la articulación simbólica, serán más sensibles a esa verdadera invasión imaginaria de la subjetividad a la que Schreber nos hace asistir.

Hay una dominancia realmente impaciente de la relación de espejo, una impresionante disolución del otro en tanto que identidad.

Todos los personajes de los que habla… se reparten en dos categorías que están, pesa a todo del mismo lado de cierta frontera. Están los que en apariencia viven, se desplazan: sus guardianes, sus enfermeros,…  luego hay personajes más importantes, que invaden el cuerpo de S chreber, se trata de almas, la mayoría de las almas, y a medida que la cosa sigue, se trata, cada vez más, de muertos.

El sujeto mismo no es más que un ejemplar segundo de su propia identidad. Tiene en determinado momento la revelación de que el año anterior tuvo lugar su propia muerte, que fue anunciada en los periódicos.

Schreber recuerda a ese antiguo colega como a alguien con mayores dotes que él. Él es otro. Pero el es de todos modos el mismo, que se acuerda del otro. Esta fragmentación de la identidad marca con su sello toda la relación de Schreber con sus semejantes en el plano imaginario.

Habla en otros momentos de Flechsig, quien también está muerto, y que por ende ascendió adonde sólo existen las almas en tanto que son humanas, en un más allá donde poco a poco son asimiladas a la gran unidad divina no sin perder progresivamente su carácter individual. Para lograrlo, aún es necesario que sufran una prueba que las libere de la Impureza de sus pasiones, de lo que, en sentido estricto, es su deseo.

Hay literalmente fragmentación de la identidad, y el sujeto encuentra sin duda chocante este menoscabo de la identidad de sí mismo, pero así es, sólo puedo dar fe, dice, de las cosas que me han sido reveladas. Y vemos así, a lo largo de toda esta historia, un Flechsig fragmentado, un Flechsig superior, el Flechsig luminoso, y una parte inferior que llega a estar fragmentada entre cuarenta y seis almitas.

Salto muchas cosas resultantes por las cuales me gustaría que se interesaran lo suficiente para que pudiésemos seguirlas en detalle. Este estilo, su gran fuerza de afirmación, característica del discurso delirante, no puede dejar de llamarnos la atención por su convergencia con la noción de que la identidad imaginaria del otro está profundamente relacionada con la posibilidad de una fragmentación, de un fraccionamiento que el otro es estructuralmente desdoblable, desplegable, está claramente manifestado en el delirio.

También está el caleidoscopio que se produce de esas imagenes entre si. Encontramos por una parte las identidades múltiples de un mismo personaje, por otra, esas pequeñas identidades enigmáticas, diversamente punzantes y nocivas en su interior, a las que llama, por ejemplo, los hombrecitos… Estas identidades, que tienen respecto a su propia identidad valor de instancia, penetran en Schreber, lo habitan, lo dividen a el mismo.

La noción que tiene de estas imágenes le sugiere que ellas se achican progresivamente, se reabsorben, de algún modo son absorbidas por la propia resistencia de Schreber. Sólo mantienen su autonomía, lo que por cierto quiere decir que no pueden seguir molestándolo, realizando la operación que llama el apego a las tierras, de cuya noción carecería sin la lengua fundamental.

Los astros: los otros.

Esas tierras, no son sólo el suelo, son también las tierras planetarias, las tierras astrales. Reconocen ustedes en ellas ese registro, que en mi pequeño cuadrado mágico, yo llamaba, el otro día, el de los astros. No lo inventé para esta circunstancia, hace bastante tiempo que hablo de la función de los astros en la realidad humana. No es casual, sin duda, que desde siempre, y en todas las culturas, el nombre dado a las constelaciones desempeña un papel esencial en el establecimiento de cierto número de relaciones simbólicas fundamentales, que se hacen mucho más evidentes cuando nos encontramos en presencia de una cultura más primitiva, como solemos decir.

(Se puede ver pues) la necesidad  de esa red simbólica, que cumple el papel de conservar  cierta estabilidad de la imagen en las relaciones interhumanas.

De un extremo a otro del delirio de Schreber, se presentan fenómenos auditivos sumamente matizados.

Lo importante es que la palabra que domina el cara a cara único con Dios no es de ningún modo una palabra aislada. El insulto es muy frecuente en las relaciones que la pareja divina mantiene con Schreber, como en una relación erótica en la que uno de los dos se niega a entregarse desde el principio, y ofrece resistencia. Es la otra cara, la contrapartida del mundo imaginario. La injuria aniquilante es un punto culminante, es una de las cumbres del acto de la palabra.

Cuando habla de cosas que pertenecen a la lengua fundamental, y que regulan las relaciones que tiene con el sólo y único ser que a partir de ese momento existe para él, distingue en ellas dos categorías:
Por un lado está lo que es echt palabra casi intraducible, que quiere decir auténtico, verdadero, y que le es dado siempre en formas verbales que merecen retener la atención, hay varias especies que son muy sugestivas.
Por otro está lo aprendido de memoria, inculcado a algunos de los elementos periféricos, incluso caídos, de la potencia divina, y repetidos con una total ausencia de sentido, en calidad tan sólo de estribillo. A esto se agrega una variedad extraordinaria de modos del flujo oratorio, que permiten ver por separado las diferentes dimensiones en las que se desarrolla el fenómeno de la frase, no digo el de la significación.

Palpamos ahí la función de la frase en sí misma, en tanto no lleva forzosamente consigo su significación. Pienso en ese fenómeno de las frases que surgen en su a-subjetividad como interrumpidas, y que dejan en suspenso el sentido. Una frase cortada por la mitad es  audicionada. El resto queda implícito en tanto significación.

La interrupción llama a una caída, que en una vasta gama puede ser indeterminada, pero que no puede ser cualquiera. Hay allí una valorización de la cadena simbólica en su dimensión de continuidad.

Se presenta aquí, en la relación del sujeto con el lenguaje así como en el mundo imaginario, un peligro, perpetuamente sabido: que toda esa fantasmagoría se reduzca a una unidad que aniquila, no su existencia, sino la de Dios, que es esencialmente lenguaje.

Schreber lo escribe de manera expresa: los rayos tienen que hablar. Es necesario que en todo momento se produzcan fenómenos de diversión para que Dios no se reabsorba en la existencia central del sujeto. Esto no es obvio, pero ilustra muy bien la relación del creador con lo que ha creado. Retirarle su función y su esencia, deja en efecto al descubierto la nada correlativa que es su lado de adentro.

La palabra se produce o no se produce. Si se produce, es, en cierta medida, gracias al arbitrio del sujeto. Por tanto, el sujeto es aquí creador, pero también está vinculado al otro, no en tanto objeto, imagen, o sombra del objeto, sino al otro en su dimensión esencial, (siempre más o menos elidida por nosotros), a ese otro irreductible a cualquier cosa que no sea la noción de otro sujeto, es decir el otro en tanto que él. Lo que caracteriza el mundo de Schreber es que ese él está perdido, y que sólo subsiste el tú.

La noción del sujeto es correlativa a la existencia de alguien de quien pienso: Él fue quien hizo esto. No él, a quien veo ahí y que, por supuesto, pone cara de yo no fui, sino él, el que no está aquí. Ese él es el que responde de mi ser, sin ese él mi ser ni siquiera podría ser un yo (je).

El drama de la relación con el él,  subyace a toda la disolución del mundo de Schreber, en la que vemos a él, reducirse a un solo partenaire, ese Dios a la vez asexuado y polisexuado, que engloba todo que todavía existe en el mundo al que Schreber está enfrentado.

Ciertamente, gracias a ese Dios subsiste alguien que puede decir una palabra verdadera, pero esa palabra tiene como propiedad la de ser siempre enigmática. Es la carácterística de todas las palabras de la lengua fundamental. Por otra parte, ese Dios parece ser, él también, la sombra de Schreber. Padece de una degradación imaginaria de la alteridad, que hace que sufra, al igual que Schreber, de una especie de feminización.

Como no conocemos al sujeto Schreber, debemos de todos modos estudiarlo por la fenomenología de su lenguaje. Si hemos pues de esclarecer una nueva dimensión en la fenomenología de las psicosis, será en torno al fenómeno del lenguaje,  de los fenómenos de lenguaje más o menos alucinados, parásitos, extraños, intuitivos, persecutorios que están en juego en el caso de Schreber.                                                                                                                                     

 

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